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ISSN 1989-4163

NUMERO 12 - ABRIL 2010

 

El Tendero

Luís Amézaga

A los chinos, ecuatorianos y argelinos de  mi barrio, les ha dado por abrir fruterías. Son modas, supongo, pues no les veo yo haciendo un estudio de mercado.  Montan locales de la nada, con una mano de pintura sin ningún gusto y una luz que ensucia las manzanas. Sonríen y abren la puerta con un ánimo tan iluso que estoy por preguntar el precio del kiwi. Su horario es de quince horas diarias, hasta que ya se pudren los aguacates. Pronto empiezan a mirar hacia la acera con tristeza, cansados de hacer guardia en una garita no amenazada por nadie. Caduca el mes, llegan los recibos, el alquiler, los impuestos, el pago del género. Transcurre el tiempo como si fuera un reloj artrítico y los clientes pasan de largo, excepto los domingos y durante algunas horas donde los supermercados cierran. Pero la entrada de público es esporádica y nada fiel, diría que incluso a regañadientes. En esas escasas oportunidades que tienen de contactar con el parroquiano, muestran su mejor cara, su disposición gentil y su preocupación casi asfixiante por tus necesidades. Al cabo de cinco o seis meses cierran o ponen cara de haber ingerido dos kilos de limones a palo seco. Negocio tras negocio a pique, con el coste que eso implica y con los resultados calamitosos que eran de imaginar cuando pusieron la primera barca de melocotones en el escaparate. Supongo que eso les esquilmará el escaso presupuesto con el que empezaron con una ilusión basada en las telenovelas. Después se van a un locutorio a hablar con su familia y les cuentan que muy bien, que son empresarios del sector de la alimentación y que aquí se vive puta madre o Alá es grande, que viene a ser lo mismo. Tropiezan con sus propias mentiras, con sus ensoñaciones de burgueses sin saber qué es eso. Se gastan los pocos euros que les quedan en máquinas tragaperras, en lotería del Estado (del bienestar) y por último se acercan a la bifurcación de caminos: pasar hachís y coca, vender películas pirateadas para un negrero, o hacer colas en la asistenta social del ayuntamiento. Mientras tanto, unos cantamañanas que consideran que la realidad no existe, y que todo depende de cómo la mires, nos cuentan que entre todos podemos mantener el chiringuito abierto.

 
 

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